A poco de fundarse la capital española del Perú, altiva ciudad de los Reyes, los castellanos colocaron una gran cruz de madera en el cerro más próximo de cuantos circundaban la ciudad. Esta primera cruz del San Cristóbal, fue destrozada por soldados incaicos durante el transcurso del cerco de Lima en 1536; bajo la advocación del Sol y de las divinidades tutelares del Tahuantinsuyu.
Fue por estos días que, entusiasmado Manco Inca con los rotundos triunfos obtenidos por sus fuerzas armadas sobre varios ejércitos españoles, decidió dar la orden de avanzar sobre Lima. Encomendó esta campaña costeña a uno de sus más valerosos capitanes: Hanancuzcos, quien ya había destacado en el sitio del Cuzco como esforzado adalid. Titu Yupanqui era representante real en el ejército, que marchó sobre las regiones yungas del litoral.
Impartida la orden por el monarca rebelde desde Ollantaytambo, partió de allí un ejército cuzqueño con la misión de arrojar al mar a los españoles. Mientras tanto, habría de continuar el cerco del Cuzco, donde resistía heróicamente Hernando Pizarro, con cerca de doscientos españoles reforzados con el concurso de los aliados chachapoyanos y cañaris.
Tras vencer las resistencias iniciales, las huestes cuzqueñas descendieron a los llanos, poniendo asedio a a la Ciudad de los Reyes. Por varios días se libraron combates caros en vidas para los dos bandos; defendiendo unos la plaza; pugnando los otros por tomarla. Y cierto día, -cuentan viejas crónicas escritas en ese tiempo-, «amanecieron los indios más cerca, en una sierra grande, que estaba de ellos cubierta, que cosa de ella al parecer no se divisaba, de donde quitaron e hicieron pedazos una cruz grande de madera que estaba puesta en lo alto a la parte del camino que va a la mar y al puerto».
Gran impetuosidad predominaba en las filas incaicas; y decidieron pasar al ataque final, quitado ya el símbolo protector de los cristianos. Pero en el combate, librado en lo bajo del valle y en las mismas calles de la capital, perecieron todos los principales cuzqueños, a tiros de fuego y a filo de espada. Vano era el intento de enfrentar la piedra al hierro y la flecha a la pólvora; y peor aun la infantería ligera a la caballería semipesada. Muertos sus capitanes, se retiraron los incaicos, aunque manteniendo el cerco desde las alturas abruptas.
Los españoles contaron inicialmente con cuatrocientos hombres; de ellos, doscientos de caballería. Pronto se recibió en Lima, trescientos hombres más de refuerzo. Y desde un principio combatieron al lado de las mesnadas conquistadoras, varios miles de indios auxiliares, cristianos en buena parte y enemigos encarnizados de los cuzqueños, «los cuales, haciéndoles espaldas a los españoles, peleaban muy bien y era causa de reservarse de grandísimo trabajo los caballos, porque de otra manera no lo pudieran sufrir».
A poco de romper del todo el cerco de Lima, se libraron las furiosas batallas de Pachacamac y de Rumichaca; que costaron al bando ibérico, decenas de vidas castellanas, muerte para incalculable número de indios aliados y de esclavos negros; así como crecida cantidad de caballos. Para entonces ya Francisco Pizarro, pasado el peligro inmediato de asalto a la ciudad, y aprovechando las sombras de la noche, había dispuesto que en la cumbre «se ponga en él, otra cruz como la que los indios quitaron». Pronto se bautizó aquel cerro con el nombre de San Cristóbal(*), porque en su día se ganó. E inspirados en esa cruz, los cristianos, no mucho después, habrían de arrollar a las valentísimas tropas indígenas ante los asombrados pontífices incaicos que no se resignaban a ver cuán inútiles eran sus preces y maldiciones.
(*) Nota del Editor.- El nombre original con el que Pizarro nombró el cerro fue San Cristóforo (del griego Christophoros).