LOS CARNAVALES EN LIMA

Lima celebraba carnavales desde tiempos muy remotos. Desde los turbulentos años veinte, ya había pomposos bailes de disfraces, y carros alegóricos en las calles, ocupados por reinas de belleza.

En las casas de familia practicabanse el juego de agua o los ataques con pintura de colores, batallas de flores, agua y papel picado. Se usaban los chisguetes de éter, los que más tarde serían prohibidos, serpentina, y antifaces. Pero esto contrastaba con los juegos más populares y hasta lumpenescos de los barrios de «abajo el puente» de la Lima de entonces. Los alcaldes prohibían los juegos con agua y permitían sólo el carnaval seco, para tratar de evitar que los más aventados se den el placer y la osadía de bañar a una encopetada dama o un almidonado señorito delante de todo el mundo. Esto originaba airadas crónicas entre los vecinos más eruditos de la ciudad, quienes pedían un poco más de cordura en el carnaval.

Los desmanes del carnaval de los años 30 habían recrudecido con el advenimiento de la matachola, con la cual se aporrazeaba a la víctima sin piedad. Por eso las autoridades recomendaban celebrar el carnaval «sin originar molestias a los vecinos». También se celebraba la llegada del Ño Carnavalón, costumbre que ya se ha perdido en Lima. A su paso recrudecía el juego de agua, barro, aguas negras, betún para zapatos y hasta piedras. En tiempos de Manuel Prado, se declaró prohibido el juego del carnaval en las calles e inclusive se declaró días laborables al lunes y martes después del domingo de carnaval. Esto, sin embargo, no fue sorpresa para los limeños quienes ya habían sido advertidos por las autoridades muchas veces.

Luego de varias décadas, se continuaba celebrando con carnaval seco y fiestas de disfraces. Los carnavales retomaban su lujo y esplendor, y en la fecha central, Lima se precipitaba a ver el desfile de selectas damitas que desfilaban en el corso mientras la gente les echaba pétalos de flores al pasar. «Nadie se atrevía a echar un balde de agua».

Pero los tiempos fueron cambiando y Lima sobrevivía al caos de dictaduras, recesiones e incipiente libertad política. En este marco social, tanto la aristrocacia limeña, como los callejones «de un sólo caño», encontraron el escenario perfecto para volver a imponer, a lo disimulado, la costumbre del juego de agua en las calles.

Hasta el año de 1958, en que la violencia del carnaval tuvo su máxima expresión y acabó en tragedia. Los servicios se detuvieron, nadie quería salir por miedo a las turbas callejeras, que atacaban a los transeúntes con matacholas, piedras o palos. La respuesta del Gobierno no se hizo esperar. El entonces presidente, Manuel Prado, con Decreto Supremo N. 348, ordenó se suprima todo juego de carnaval en todo el territorio de la república a partir del año 1959