Coraje y honor de los suburbios

por:Jorge Salazar

Una historia que al parecer no tiene que ver con el cruce de las espadas frente a los padrinos. La plebeya chaveta enfrenta a dos bravos de los bajos fondos limeños

Uno, romántico de viejo cuño, quisiera recoger una historia de espadas o, a última hora, preparar la crónica a partir de una historia de puñales, instrumentos que, según señalaba Borges, eran algo más que una estructura de metales. Los hombres, decía el argentino inmenso, pensaron y formaron el puñal para un fin muy preciso: el de derramar brusca sangre. El puñal en la historia humana ha tenido usos muy específicos: consumar traiciones (allí está Julio César), lucir coraje o limpiar la honra. Pero todo eso por allá, lejos de nuestros predios. Entre nosotros, el arma usada para jugarse el valor y el honor ha sido si se quiere más oscura, hondamente más modesta; ese tipo de historias se han escrito con chaveta.

LA FIESTA DEL ACERO

Los poetas y los juglares de todas las épocas han tenido siempre la convicción de que las peleas y duelos donde relumbra el acero puede ser una fiesta. Homero, las sagas vikingas, Quevedo y Víctor Hugo, entre otros, han cantado con júbilo las pendencias con armas cortantes; por allí, por el lado de la canción y el poema no nos hemos quedado atrás, como lo demuestra Duelo de caballeros, título que Ciro Alegría otorgara a esa danza de muerte llevada a cabo en escenario bajopontino por una pareja de guapos de barrio.

Ese choque de «faites», como denominará el vulgo a la mortal pelea, tendría su primer corolario artístico con la aparición, en 1915-el mismo año del duelo – del vals «Sangre criolla», una melodía que, con guitarra, cajón y castañuelas, cantaría los pormenores de ese encuentro a chaveta.

Luego, 20 años después, Ciro Alegría se encontrará con el vencedor, Carita, en la Penitenciaría de Lima. Allí, el escritor y el bandido harán una fecunda amistad. De ese encuentro nacerá Duelo de caballeros, el celebrado relato que se publicará por primera vez en la Cuba de 1955.

EL POLVORÍN DE EUROPA

Mientras, el Perú de José Pardo vivía días de saneado y próspero balance fiscal a causa de las grandes exportaciones de caucho a una Europa convertida en polvorín en razón de la Guerra Mundial, conflicto que, dicho sea de paso, brindaba a los medios de información un suculento material para la especulación y la discusión entre la asombrada lectoría nacional. Los periódicos volaban. Nuevas palabras y términos surgidos del infierno bélico se incorporaban al vocabulario cotidiano: aviones artillados, tanques, lanzallamas. Pero lo que constituía el gran «gancho» noticioso eran los gases tóxicos, demoniaca aparición germana que cubría con mantos de muerte las trincheras aliadas. Pero, llegada la hora, ninguna noticia venida del exterior superará el despliegue periodístico que desatará el duelo entre Carita y Tirifilo.

EL ODIADO TIRIFILO

Gastador de escarpines y vistoso sombrero panameño, Cipriano Moreno era mejor conocido en el Rímac como Tirifilo. Zambo alto, fornido y de saltones ojos, era, a decir de algunos, muy «respetado» por esos fueros. Aquello de respetado era una forma de manifestar que se le temía y odiaba porque, a apesar de ser ladrón, había sido reclutado como confidente, soplón, de la Policía. Era sabido que su violentismo fue utilizado haciéndole ejercer el rol de torturador y verdugo durante el primer gobierno de Leguía. Esos servicios, que lo hacían inmune ante la ley, permitían a Tirifilo cobrar cupos a otros delincuentes, y era vox pópuli que había despachado al otro mundo a varios hampones que chocaron con él. Con esos antecedentes, Tirifilo no pudo imaginar que un esmirriado don nadie, como calificaba a Carita, hubiese podido pisarle el poncho. Nunca.

«CARITA DEL CIELO»

Ladrón de poca monta, Emilio Willman era el hijo de una lavandera negra y un vaporino yanqui, quien luego de preñar a la mujer se embarcó a buscar nuevos amores, y dejó como huella de su estadía peruana a un niño de rasgos finos y ojos claros que las vecinas del callejón materno llamarían desde muy pequeño Carita del Cielo. Luego, ya crecido, el mote se reduciría a una palabra sola: Carita. Por lo buenmozo, fino y apuesto, contaban las emocionadas zambitas de Bajo el Puente. La aspiración mayor de Carita, que se sostenía con el juego y algunas raterías, se había cumplido: gozar del favor de las mujeres. Y es que a su pinta sumaba otras dotes: modales de señorito, buena labia, elegante y bailarín. Era feliz.

LA CAUSA

Veinte años después de los hechos, un Carita ya mayor contará a Ciro Alegría que él fue motivado por unos insultos que Tirifilo profirió contra su madre en una discusión callejera. Sin embargo, testigos de la época sostendrán que, más allá del odio que despertaba la condición de agente de policía de Tirifilo, la razón de la reyerta se encontraba en un incidente habido entre ambos en un burdel. La manzana de la discordia, Teresa, La Pantera, había preferido la compañía de Carita a la de su rival. Otras voces hablarán de una pública recriminación de Carita debido a que Tirifilo lo había «soplado» ante la Policía luego de un robo en el centro de Lima. De esa acusación se servirá Tirifilo para retarlo. Pero el confidente policial, dirán en el barrio, no quería matarlo, solamente desfigurar el envidiado rostro con ojos claros.

EL ESCENARIO

Todos los presentes estaban convencidos, mientras contemplaban cómo la chaveta buscaba el rostro de Carita, que Tirifilo sería el vencedor en el momento que se lo propusiera con firmeza. Su rival, novato en estas lides, acometía con más furia que técnica sobre el cuerpo del enemigo, que se burlaba de sus inútiles esfuerzos.

El primer cuarto de hora de pelea sirvió para que Tirifilo «marcase» el rostro de su rival, que sangraba profusamente. Dirán que ya estaba escrito. Tirifilo, que únicamente había recibido un chavetazo en el brazo izquierdo, por hacer una burlona finta torera, dará un traspié y allí acabará el juego del gato con el ratón. Veloz como una luz, Carita introducirá toda la hoja de su arma en los pulmones de Tirifilo, que, vomitando sangre por la boca, se desplomará para expirar sobre el mugriento suelo. Frente al cuadro, padrinos y ayayeros huirán en todas las direcciones, mientras el malherido Carita se arrastrará por las calles hasta encontrar una farmacia para ser atendido. Mientras ello ocurría, uno de los testigos, recordando la condición policiaca del muerto, acudirá a denunciar el hecho ante las autoridades. Dos horas después Carita será apresado, pero, vista su gravedad, fue internado en un hospital. A partir de allí, el tiempo se encargará de diseñar el perfil de un héroe popular, mientras el mundo del criollismo, desde el Rímac a La Victoria, pasando por los Barrios Altos, prestará sus letras y su música para homenajear y rendir culto al coraje de Carita.

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